Hoy reflexionaba en algo que posiblemente era muy personal, solo para mí. Pero luego, algo me hizo sentir que lo debía publicar. Entonces, obedezco y aquí te comparto. He descubierto, a lo largo de mi caminar espiritual, que no hay recurso más profundo, más certero y más consolador que la Palabra de Dios. Y digo he descubierto porque no fue algo que alguien me dijo, sino una vivencia. Una experiencia que se fue revelando en mí con el tiempo, especialmente en momentos de prueba, cuando todo lo demás parecía tambalearse y sí, fue muy impresionante el nivel de solución que viví. Ahí, justo ahí, es donde la Palabra no solo me habló: me sostuvo.
Leerla, estudiarla, meditarla… es un acto de intimidad con lo divino. Y déjame que te afirme algo: no se trata de acumular conocimiento religioso, sino de permitir que esa Palabra viva y eficaz penetre el alma, transforme la mente, y alimente el espíritu. Memorizarla —aunque sea en fragmentos— es como sembrar semillas que florecerán como no lo imaginamos. En el momento menos pensado, el Espíritu las hace brotar con fuerza. Y es precisamente en los días grises, cuando el alma tiembla, que esas verdades vuelven a nosotros más que como un bálsamo, como una lámpara en la oscuridad. Se cumple su promesa, y nos da una paz que rebasa todo entendimiento.
No exagero cuando digo que la Palabra de Dios ha sido literalmente mi refugio. En más de una ocasión, cuando sentía que mi mundo se me caía y vivir así era de extrema preocupación, bastó recordar un versículo para encontrar paz. No exagero. Así fue. Una promesa que sentí sagrada, como aquella expresada en Filipenses 4:6:
«No se preocupen por nada, sino preséntenselo todo a Dios en oración; pídanle, y denle gracias también».
Si te lo dijera un cualquiera, bueno, en plena gran preocupación, resultaría difícil creerlo. Pero cuando entiendes quién te está hablando, se siente una mano que sostiene nuestro corazón de una manera que es muy difícil explicarlo. Te sientes agotado de tanta preocupación y de repente te sientes fortalecido. Sí, se sucede una paz tal como el mismo Jesucristo la prometió: una paz que rebasa todo entendimiento.
Desde hace un año recomendé memorizar Jeremías 29:11:
«Yo sé los planes que tengo para ustedes, planes para su bienestar y no para su mal, a fin de darles un futuro lleno de esperanza. Yo, el Señor, lo afirmo.»
¡Es una afirmación contundente! Saber quién afirma eso, entender que es una afirmación suya: es sustento. Es una verdad que, cuando la haces tuya y te sientes a la deriva, se convierte en ancla para el alma.
Interrumpo brevemente tu lectura, pero te tengo que decir que, por lo que viví, dicté una conferencia, “Cura el agotamiento, una solución espiritual” que puedes escuchar aquí y un librito de investigación que te puede ayudar enormemente, Cura el agotamiento, que puedes leer acá. Espero los disfrutes.
Por eso, nuestra fe y nuestra comunión con Dios no puede estar desligada del contacto con su Palabra. No es casualidad que Jesús mismo haya dicho: “Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63). ¡Es vida! Precisamente cuando uno se siente morir. Y eso es lo que buscamos todos, ¿no? Vida verdadera. Vida en abundancia. Pero ¿dónde encontrarla sino en lo que Dios ha dicho?
La Palabra es esperanza, sí, pero también es poder, es dirección, es consuelo, y tiene el encanto de ser revelación. Y todo eso sucede cuando dejamos que ella no solo sea leída, sino sentida, vivida. Cuando dejamos que nos moldee por dentro, que confronte nuestras sombras y despierte nuestra luz. No siempre es fácil. A veces no la entendemos. Otras, incomoda, nos confronta y clarísimamente nos llama a cambiar. Es precisamente en ese movimiento, en ese sacudirse interior, donde ocurre el milagro: somos transformados. Créeme, tan solo por exponerte a La Palabra, a veces solo pasando tus ojos por ella, tiene un efecto en nuestra alma, no sé, como magia. Otras, parece que te está hablando precisamente a ti, precisamente haciendo referencia por lo que estás pasando. Son momentos sobrecogedores.
Hoy, más que nunca, entiendo que no basta con tener la Biblia por ahí en la casa o en la biblioteca o subrayada en el celular. Hay que dejarla entrar en uno. Hay que pensarla durante todo el día, imaginarla como dirigida a uno, integrarla al alma. Por ejemplo, lees por la mañana y luego, durante todo el día andas recordando o volviendo a ver lo que apuntaste. Me es difícil explicar cómo cuando llegue el momento en que todo lo externo falle —y llegará—, solo quedará lo que haya sido sembrado en el corazón. Y si ahí está su Palabra… entonces también estará su poder transformador.
Y eso, créeme, lo cambia todo.
Hoy, hace un año, viví una experiencia (otra) que me agotó en extremo de tanto preocuparme y ahí la recuperación de mi fuerza, mi refugio, mi salvación, fue La Palabra de Dios. Fue tan impresionante su mano y su ayuda en mi vida que me vi impelido a dictar una conferencia al respecto y la llamé “Cura el agotamiento” y escribí un pequeño librito de investigación del mismo nombre, Cura el agotamiento, en donde recopilé todo lo que más impresionantemente me transformó. Si deseas escuchar la conferencia, haz clic aquí, o si deseas leer y conservar el pequeño libro, haz clic acá.
«El que tenga oídos para oír, que oiga». —Mateo 11:15.
¡Emoción por existir!